El Golpe de Estado de Antinori de 1711 y la falta de sucesión al Gran Ducado del Príncipe Giuseppe de’ Medici de Toscana de Ottajano
INTRODUCCIÓN
El episodio de la sucesión toscana en las primeras décadas del Setecientos constituye uno de los más significativos de la historia europea, así como uno de los enfrentamientos más emblemáticos entre el derecho feudal imperial y las nuevas doctrinas del iusnaturalismo moderno. No se trató solo de una disputa dinástica: fue un conflicto de paradigmas jurídicos y políticos, destinado a determinar la suerte de la Casa Medici y a situar el Gran Ducado de Toscana en el centro de la diplomacia internacional.

La crisis se abrió al día siguiente de la muerte del príncipe Ferdinando (1713), cuando se hizo evidente que la línea granducal directa se encaminaba a la extinción. Según los diplomas imperiales de Carlos V (1530) y de Maximiliano II (1569), así como por la Bula Papal de Pío V (1569) para la investidura de Toscana a los Medici, aún vigente, el Gran Ducado, feudo inmediato del Imperio, correspondía en tal caso al agnado varón más próximo en infinito de la Casa Medici, es decir, el Príncipe Giuseppe de’ Medici de Ottajano, descendiente del ramo colateral establecido en Nápoles. Cosme III, inicialmente, no puso en duda esta regla, tanto que, como resulta de las comunicaciones de su secretario de Estado, el abad Antonio Gondi, con el embajador francés Gergy, manifestó la intención de sostener los derechos de Giuseppe como heredero legítimo al trono. (véase página XLVI) en (Recueil des instructions données aux ambassadeurs et ministres de France : depuis les traités de Westphalie jusqu’à la Révolution française. XIX, Florence. Modène. Gênes. 19 / publ. sous les auspices de la commission des archives diplomatiques au ministère des affaires étrangères ; par Edouard Driault) (Recueil des instructions données aux ambassadeurs et ministres de France : depuis les traités de Westphalie jusqu’à la Révolution française. XIX, Florence. Modène. Gênes. 19 / publ. sous les auspices de la commission des archives diplomatiques au ministère des affaires étrangères ; par Edouard Driault
Sin embargo, en 1711 el senador Nicolò Francesco Antinori , jurista, presidente de la Orden de San Esteban y hombre de confianza del Gran Duque, presentó a Cosme tercero su célebre Discurso sobre la succesion de Toscana, (ASF Auditore poi segretario delle riformagioni f. 236 Memorie e scritture sopra la libertà di Firenze e la successione nella estinzione della R. famiglia de’ Medici.), destinado a cambiar el curso de los acontecimientos.
En él, Antinori abandonaba deliberadamente las categorías del derecho feudal y se acogía a las de la razón de Estado y de la jurisprudencia iusnaturalista moderna. A su juicio, la salus reipublicae imponía excluir a los agnados, considerados incapaces de mantener la unidad del Gran Ducado, y orientarse más bien hacia un sucesor extranjero capaz de garantizar estabilidad.
El texto, enriquecido con citas de Clapmar, Arnisaeus, Besold, Grocio y Pufendorf, no escondía, sin embargo, un tono de desconfianza y rencor hacia la línea de Ottajano. Antinori escribía que, después de casi dos siglos de dominio mediceo, transferir la Majestad granducal “a una familia que entonces había permanecido, y luego había vivido siempre, en condición de privada” habría significado precipitar en un “abismo de oscuridad” el esplendor y la dignidad de la casa, causando emulación entre los nobles, sediciones, la intervención de potencias extranjeras y, finalmente, la desolación del Estado. Palabras que revelaban no solo un razonamiento doctrinal, sino el reflejo de un antiguo sentimiento de hostilidad de las grandes familias florentinas hacia los Medici.

El discurso de Antinori encontró de inmediato el apoyo decisivo del secretario de Estado Carlo Antonio Gondi, presidente del Consejo de Estado (Reflexiones del Abad Gondi sobre el Laudo de Carlos V en ASF Miscellanea Medicea f.590, carpeta 2). En poco tiempo, los senadores y la clase dirigente se compactaron en torno a la nueva doctrina, ejerciendo sobre el Gran Duque una presión tal que haría ingobernable el gobierno si insistía en defender los derechos de Giuseppe. Por ello, el Discurso no puede reducirse a una contribución erudita: fue un verdadero golpe de Estado institucional, con el que el Senado y sus jefes impusieron al soberano una línea contraria al derecho imperial, que Antinori ya entonces señalaba en un miembro de la Casa de Lorena!
EL NOMBRAMIENTO DE LA ELECTORA PALATINA COMO HEREDERA UNIVERSAL DE LOS BIENES MÉDICEOS Y SUCESORA EVENTUAL AL GRAN DUCADO
Cosme III, apremiado entre el deber de respetar los diplomas imperiales y la imposibilidad de gobernar contra su propia clase dirigente, buscó una vía de salida. El 26 de noviembre de 1713, mediante motu proprio aprobado por el Senado por unanimidad, nombró a su hija Ana María Luisa, Electora Palatina, como sucesora eventual al Gran Ducado, en lugar del príncipe lorenés sugerido por Antinori. Además, desde enero de 1711, el Gran Duque ya había nombrado en su testamento a la hija como heredera universal del patrimonio médiceo en caso de que ella sobreviviese a su hermano Gian Gastone.
Hasta entonces, los bienes médiceos se habían transmitido a favor del Jefe de la Casa más próximo por agnación de la familia Médici, tanto en línea recta como colateral, en virtud de un fideicomiso instituido por el Papa León X que todos los Grandes Duques hasta entonces habían respetado siempre.
A falta de un heredero varón del Gran Duque Gian Gastone, los Bienes Médiceos habrían correspondido, por tanto, al nuevo Gran Duque Giuseppe de’ Medici de Toscana de Ottajano; pero, como se verá con más detalle en un próximo artículo, el nombramiento testamentario a favor de la Electora como heredera universal del patrimonio médiceo impidió esta sucesión y abrió la vía a las pretensiones de España sobre la sucesión toscana. En aquel momento, de hecho, Isabel de Farnesio, esposa del Rey de España Felipe V, por ser nieta de Margarita de’ Medici, habría sido la heredera universal de la Electora Palatina y del Gran Duque Gian Gastone, en cuanto pariente más próxima de ambos.
Este testamento fue, pues, fatal para el destino de la Toscana, incluso más que el nombramiento del Senado a favor de la Electora como sucesora eventual al Gran Ducado: a partir de 1711, en efecto, si el Emperador hubiese querido imponer a Giuseppe de’ Medici como sucesor de la Toscana con base en las normas de la foris factura, habría tenido que enfrentarse con España, que se consideraba heredera de las fortunas de los Médici, y contra la cual Austria estaba ya en guerra desde 1702 por la sucesión al trono de España.
El historiador Riguccio Galluzzi interpretó esta elección como un expediente: según él, en efecto, Cosme III esperaba que la Electora, una vez subida al trono de Toscana, pudiera designar a Giuseppe de’ Medici u otro agnado más próximo como heredero universal de los bienes alodiales médiceos, garantizándole de ese modo la posibilidad de gobernar el Gran Ducado, dado que dichos bienes alodiales, al haber sido puestos en garantía de las deudas y créditos públicos, habrían sido indispensables para poder mantener el gobierno del Estado, como se verá más adelante.

En cualquier caso, a ojos del Emperador, aquel acto testamentario de 1711 y, sobre todo, el nombramiento de 1713 de la Electora como sucesora eventual al Gran Ducado, avalado por el Príncipe Gian Gastone mediante acto escrito, representaban una foris factura, es decir, una felonía feudal.
Según el derecho feudal, el Emperador no podía tolerar semejante violación sin comprometer su propia autoridad. Si Carlos VI hubiera aceptado el acto de Cosme, habría decaído él mismo de la dignidad de dominus feudorum, pues habría admitido que un vasallo pudiera modificar a su antojo las disposiciones imperiales. El Emperador se vio, por tanto, obligado a romper con Cosme III, so pena de perder su propia legitimidad imperial.
EL RECONOCIMIENTO IMPERIAL DE GIUSEPPE DE’ MEDICI DE TOSCANA
Para cumplir, sin embargo, con sus propios deberes y no incurrir él mismo en foris factura, Carlos VI reconoció oficialmente la línea de Ottajano. En el diploma solemne suscrito en Luxemburgo el 12 de junio de 1720, conservado en el Real Archivo de Corte y en el Archivo Cívico de Cagliari, el Emperador nombró a Giuseppe de’ Medici de Toscana, Príncipe de Ottajano, primer general de su ejército y ministro plenipotenciario para la entrega del Reino de Cerdeña a los Saboya. En la fórmula oficial, Giuseppe era calificado expresamente como “de Toscana”, reconocimiento que equivalía a legitimarlo como Príncipe hereditario de Toscana. Con este acto, Carlos VI no solo reafirmaba los derechos de la Casa Medici, sino que también se protegía de posibles acusaciones de los Electores de no haber respetado la ley feudal.
A este dato jurídico se añadía un aspecto patrimonial de primera importancia: Giuseppe de’ Medici de Toscana de Ottajano, además de ser reconocido por el Emperador como heredero dinástico, era también el heredero designado de los bienes alodiales mediceos en virtud de los fideicomisos instituidos a partir del testamento de León X y renovados por los sucesivos grandes duques, descritos en el archivo privado de la Casa de los Medici de Toscana de Ottajano. Si tales bienes hubieran permanecido en manos de los Medici a través de Giuseppe, el alto dominio del Imperio sobre Toscana habría resultado mucho más firme y estable, y el conflicto con España sobre las cuestiones toscanas se habría podido alejar o, cuando menos, redimensionar.
EL ARCHIVO FAMILIAR DE LOS MEDICI DE TOSCANA DE OTTAJANO
El inventario de los siguientes documentos presentes en el archivo familiar ofrece una rápida idea al lector de la magnitud y la importancia de los derechos dinásticos que corresponden a S.A.R. el Gran Duque titular Giuseppe de’ Medici de Toscana de Ottajano:

“Número dos cartas del emperador Carlos VI, dirigidas al excelentísimo príncipe de Ottajano d. Giuseppe de’ Medici en 1720”, 4 ff., en latín.
- “Privilegio en pergamino de Carlos VI relativo al nombramiento de d. Giuseppe de’ Medici como primer general de su ejército y ministro plenipotenciario en el Reino de Cerdeña”, 17 de enero de 1720, pergamino en latín.
- “Memoria en solicitud para la sucesión a la herencia de Giulio de’ Medici, luego pontífice Clemente VII, y de d. Francesco de’ Medici, gran duque de Toscana, a favor del príncipe de Ottajano, y minuta de dicha memoria”, 21 de noviembre de 1738, 23 ff., impreso.
- “Memoria en solicitud a favor del príncipe de Ottajano para ser puesto en posesión de todos los bienes de Clemente VII y del gran duque Francesco para conservar el esplendor de la familia”, como arriba, 4 ff.
- “Alegación en solicitud para que el príncipe de Ottajano sea puesto en posesión de los bienes de los fideicomisos instituidos por Clemente VII y por el gran duque d. Francesco de’ Medici con sus testamentos del 30 de julio de 1534 y 28 de abril de 1582”, como arriba, 12 ff.
- “Privilegio original de Carlos III por el cual el príncipe de Ottajano d. Giuseppe de’ Medici es nombrado caballero de la Real Orden de San Jenaro”, 19 de diciembre de 1740, pergamino en español, 3 ff.
- “1743 a 1744. Actos del difunto regente d. Francesco Santoro contra el príncipe de Ottajano, referentes a la tasa solicitada por Santoro por los favores prestados al sostener los derechos de S.E. el príncipe de Ottajano d. Giuseppe de’ Medici sobre los bienes y efectos de la Casa Medici en Toscana”, 88 ff. cosidos.
- “Escritos diversos relativos a la controversia por la recuperación del fondo de los 300 lugares del Monte de la ciudad de Florencia dejados por d.ª Anna Maria Ludovica de’ Medici, electriz del Rin, con su testamento de 5 de abril de 1739 al agnado varón de la familia de’ Medici, y que el gran duque de Toscana ordenó dar al sr. Nicolò de’ Medici; y licencia concedida por S.M. al sr. d. Giuseppe de’ Medici para poder recurrir al gran duque mencionado a fin de reivindicar dicho fondo; árbol de la familia de’ Medici”, 1744-1793, 16 ff.
- “Fragmentos de cartas escritas por el príncipe de Ottajano, relativas a la reivindicación de bienes en el Gran Ducado de Toscana”, 1739, 4 ff.
- “Advertencias propuestas al príncipe de Ottajano, al dirigirse a Viena para tratar la reivindicación del Gran Ducado de Toscana”, s. f., 2 ff.
- “Escritos diversos relativos al viaje realizado por el príncipe de Ottajano a Toscana, a las advertencias recibidas sobre su conducta al llegar a Viena, y una nota de escritos enviados a Florencia, y por una memoria informe del gran duque de Toscana sobre la fe de las delegaciones dadas por S.M. al príncipe de Piombino y al duque de Iensa”, s. f. En realidad contiene solo una memoria en defensa del príncipe, 2 ff.
- “Nota de los escritos enviados a Florencia como documentos para reivindicar los bienes en Toscana pertenecientes al príncipe de Ottajano de Nápoles”, s. f., 2 ff.
CONSECUENCIAS DIPLOMATICAS Y BÉLICAS DEL GOLPE DE ESTADO DE 1711
La foris factura de Cosme III no quedó confinada al plano jurídico. Tuvo consecuencias diplomáticas de gran alcance. La guerra de Sucesión española, concluida con el Tratado de Utrecht (1713), no había contado con la plena adhesión de España, que permanecía en conflicto latente con el Imperio. En este contexto, el nombramiento de la Electriz Palatina abrió a España una perspectiva nueva: la de avanzar pretensiones no solo sobre el Ducado de Siena, del que ya era titular del Alto Dominio, sino también sobre todo el Gran Ducado gracias al vínculo dinástico con la reina Isabel de Farnesio, bisnieta de Margarita de’ Medici. Caídos los fideicomisos sobre los bienes a favor de la primogenitura reivindicados por el Príncipe Giuseppe de’ Medici de Toscana, Isabel se convertía en la heredera más próxima de la extraordinaria fortuna privada de los Medici.

La cuestión no era secundaria: los bienes alodiales constituían el tesoro insustituible del Estado toscano, necesario para garantizar su solidez financiera. Sin ellos, el Gran Ducado no habría podido sostenerse autónomamente. España, apoyándose en este argumento, comenzó a reivindicar no solo derechos sucesorios, sino también la necesidad de que Toscana entrase en su órbita política.

Así fue como la crisis dinástica toscana, nacida de una decisión interna y aparentemente prudente de Cosme III, se convirtió en el detonante de un nuevo conflicto europeo. Ya en 1717 España inició operaciones militares en Italia para reconquistar los dominios perdidos en Utrecht, dando comienzo a la guerra de la Cuádruple Alianza (1717–1720). El objetivo de Felipe V e Isabel de Farnesio era doble: recuperar Nápoles, Sicilia y Cerdeña y asegurarse la sucesión sobre Toscana.
El conflicto concluyó con el Tratado de La Haya (1720). España se vio obligada a retirarse de las posiciones ocupadas, pero obtuvo una promesa que pesaría enormemente en el futuro: a su hijo, Carlos de Borbón, le corresponderían, una vez extinguidas las líneas masculinas de los Farnesio y de los Medici, el Ducado de Parma y Piacenza y el Gran Ducado de Toscana.
Así, la elección de Cosme III de 1713 —un compromiso impuesto por la presión interna— se transformó en la premisa de una crisis internacional que cambió radicalmente la historia de Toscana. De feudo imperial regulado por el derecho feudal, pasó a ser una pieza en el tablero europeo de las compensaciones dinásticas, abriendo el camino al fin de la dinastía medicea y al predominio loreno.
EL ESTÉRIL DEBATE JURÍDICO SOBRE LA “LIBERTAD DEL ESTADO FLORENTINO”
La historiografía oficial toscana, sin embargo, nunca tomó en consideración las importantes motivaciones jurídicas y patrimoniales aquí expuestas. Por razones de oportunidad local —esto es, para no llamar la atención sobre el grave error cometido por Antinori, por Gondi y por el resto de la clase dirigente— la narración fue desviada y construida no sobre el derecho feudal imperial (que preveía la sucesión de Giuseppe de’ Medici de Toscana), sino sobre un estéril debate jurídico iniciado por el marqués Neri Corsini, embajador del Gran Duque Cosme III.
Este debate tomó forma al día siguiente del Tratado de Londres (1718), que durante la guerra de la Cuádruple Alianza había asignado, por propuesta inglesa, la herencia toscana a don Carlos de Borbón. En agosto de 1720, Corsini fue nombrado plenipotenciario granducal en el congreso de Cambrai, encargado de defender los intereses de Toscana. En los primeros meses de 1721 entregó a los representantes diplomáticos presentes una memoria titulada Escritura sobre la libertad de Florencia o Información sobre la plenísima Libertad e independencia de quienquiera que sea, del Dominio Florentino (ms. Cors. 1199, ff. 214r–235v), redactada por él pero acordada con el secretario de Estado Montemagni.
En dicho escrito, Corsini sostenía la tesis de la absoluta independencia del Viejo Estado florentino, negando explícitamente las pretensiones feudales del Imperio. Aunque —como observó Robiony— él mismo no estuviera del todo convencido, el escrito encendió una batalla histórico-jurídica. Por parte imperial se prepararon de inmediato réplicas: un Examen du mémoire sur la liberté de l’État de Florence (s. l., s. f.) y, sobre todo, una Exercitatio iuris publici de iure Imperii in Magnum Ducatum Etruriae, defendida en la Universidad de Leipzig el 9 de diciembre de 1721 por Johann Jacob Mascov.
El Gran Duque hizo responder con un tratado de Giovan Battista Averani, el De libertate civitatis Florentiae eiusque Dominii (Pisa 1721, pero en realidad impreso clandestinamente en París por el propio Corsini en 1722), hecho circular en las cortes europeas para que pareciera fruto académico independiente. Siguieron ulteriores respuestas austriacas, y así se desarrolló una larga “guerra de opúsculos” que no aportó ningún provecho a la causa toscana.
Finalmente, el 25 de octubre de 1723, Corsini no pudo sino presentar en nombre del Gran Duque una protesta formal, registrada en los actos del congreso: Protestatio Nomine Regiae Celsitudinis Magni Ducis Hetruriae diei XXV oct. 1723 adversus Tractatus initos aut ineundos super praetensa concessione eventualis investiturae Status Florentini (impreso y ms. en Cors. 2013, ff. 569r–571r). Una protesta vana, que sancionaba el completo aislamiento de la posición toscana y la inutilidad de una línea defensiva construida sobre argumentos deliberadamente divergentes del derecho feudal imperial.
TOSCANA EN DISPUTA ENTRE LOS HABSBURGO Y LOS BORBÓN
Tras los acuerdos del Tratado de Londres del 2 de agosto de 1718, la posición de Toscana entró en una fase de particular complejidad. En ese tratado, concluido en el contexto de la guerra de la Cuádruple Alianza, el Emperador Carlos VI había consentido formalmente una sucesión española sobre el Gran Ducado. Sin embargo, dos años después, el Emperador reconoció oficialmente a Giuseppe de’ Medici de Toscana, Príncipe de Ottajano, como posible heredero al Gran Ducado.
Tal reconocimiento, en su momento, se manifestó en la forma del título de “Príncipe de Toscana”, atribuido a S.A.R. Giuseppe de’ Medici de Toscana en ámbito imperial. En 1720, de hecho, el Emperador Carlos VI confirió a Giuseppe el mandato de plenipotenciario para la entrega del Reino de Cerdeña a los Saboya, y al mismo tiempo lo invistió con el título de “Príncipe de Toscana”, en virtud de su posición dinástica como agnado colateral más próximo de la Casa Medici.
Este reconocimiento imperial comportaba, por efecto automático e implícito, el reconocimiento canónico de la titularidad dinástica, en cuanto que la Bula de Papa Pío V de 1569, al determinar la sucesión al Gran Ducado de Toscana, hacía referencia expresa al orden sucesorio ya establecido en las Bulas imperiales:
la de Carlos V de 1530, con la cual Cosme I fue reconocido Duque hereditario de Florencia y de la República florentina,
y la de Maximiliano II de 1576, que confirmaba la investidura granducal según el principio de primogenitura masculina.
El reconocimiento oficial de Giuseppe de’ Medici como Príncipe de Toscana se remonta, pues, a 1720, fecha a partir de la cual ejerció, por derecho imperial y dinástico, el papel de heredero titular de la Casa Granducal. Tras la muerte, el 9 de julio de 1737, de su primo el Gran Duque Gian Gastone de’ Medici, último reinante de la línea directa, Giuseppe asumió de derecho, en virtud de la Bula pontificia de 1569, la dignidad de “Gran Duque de Toscana titular”, que transmitió a sus descendientes según la ley agnaticia, no interrumpida hasta nuestros días.
SIGNIFICADO DEL DOBLE RECONOCIMIENTO IMPERIAL A LOS MEDICI Y A LOS BORBÓN
Este acto imperial de reconocimiento, aparentemente contradictorio, tenía en realidad un significado claro: Carlos VI pretendía mantener el alto dominio imperial sobre Toscana. El reconocimiento a Giuseppe de’ Medici como Príncipe de Toscana y, por tanto, posible heredero del Gran Ducado, servía no solo para reafirmar los derechos de la línea agnaticia, sino también para mantener abierta la sucesión conforme al derecho feudal y a la disciplina de la foris factura, evitando exponerse a críticas internacionales por haber violado los diplomas de 1530 y de 1569. El Emperador demostraba así que, aun habiendo firmado acuerdos con las potencias, no pensaba renunciar a su papel de supremo señor feudal.
En este marco, el hecho de que Giuseppe de’ Medici fuese también el heredero designado de los bienes alodiales en virtud de los fideicomisos dinásticos reforzaba enormemente su posición. Si esta herencia hubiera quedado en manos de los Medici, el Imperio habría tenido en Toscana un dominio mucho más estable, y el conflicto con España habría encontrado menores posibilidades de encenderse.
Sin embargo, los equilibrios europeos evolucionaron rápidamente. Tras el final de la guerra de la Cuádruple Alianza y la paz de La Haya (1720), Toscana permaneció suspendida en un equilibrio precario, hasta que, en 1735, la cuestión se resolvió en el marco de la guerra de Sucesión polaca. Con el nuevo decreto de investidura imperial de enero de 1736, Carlos VI asignó el Gran Ducado a los Lorena, traicionando de hecho los principios del derecho feudal y de la foris factura que hasta entonces había invocado.
La posibilidad de una sucesión de Giuseppe de’ Medici fue, por tanto, hasta el último momento una realidad diplomática sólida, reconocida por los actos y las fórmulas oficiales del Imperio. Sin embargo, la posterior historiografía toscana, construida ad arte por los Habsburgo-Lorena, borró esta memoria, por temor a que pudiera resurgir como argumento de contestación internacional por el incumplimiento del derecho feudal y de las investiduras.
LA IMPORTANCIA DE LA BULA PONTIFICIA DE PÍO V DE INVESTIDURA DE TOSCANA (1569)
En este silencio pesaba sobre todo una grave omisión: durante todas las tratativas sobre la sucesión toscana, ninguno de los Estados europeos mencionó nunca la Bula de investidura granducal emanada por el Papa Pío V en 1569, con la cual Cosme I de’ Medici y sus descendientes directos o, en su defecto, los agnados colaterales, habían sido solemnemente constituidos Grandes Duques de Toscana.

Si tal bula hubiera sido invocada, las decisiones se habrían visto profundamente influidas, sobre todo en los Estados católicos, los cuales, por fidelidad a la Iglesia, habrían debido reconocer su valor perpetuo y vinculante. En efecto, la bula de Pío V contiene la fórmula solemne del anatema: «Quienquiera que intente contradecirla, sepa que incurre en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo», cláusula que, si bien no implica automáticamente hoy una excomunión, obliga a los fieles a respetar el acto papal bajo pena de culpa grave.
A la luz del derecho canónico vigente en las primeras décadas del siglo XVIII, es obligado señalar que quienquiera hubiese provocado, promovido o facilitado en cualquier forma el paso del Gran Ducado de Toscana a una dinastía distinta de la expresamente indicada por la Bula “ad perpetuam rei memoriam” de Papa Pío V de 1569 —en ausencia de una revocación o abrogación pontificia formal— se habría hecho pasible, ipso iure, de la pena de excomunión latae sententiae, según la normativa canónica entonces vigente.
Tal principio, nada político, encontraba fundamento en la autoridad suprema de la Sede Apostólica, la cual, según la doctrina de la Iglesia y la praxis de la época, no se limitaba a la sola jurisdicción espiritual, sino que podía extenderse también a cuestiones temporales de relieve eclesial, como la atribución y la transmisión de las investiduras reales y granducales, cuando ello fuese considerado necesario para el bien de la Iglesia.
Sentado lo anterior, está históricamente acreditado que no consta excomunión alguna públicamente proclamada u oficialmente declarada por la Santa Sede contra los soberanos, los ministros o las potencias estatales que en 1737 promovieron y llevaron a cabo el traspaso del poder de hecho en Toscana de la Casa de’ Medici a la Casa Habsburgo-Lorena. Tal ausencia de sanción eclesiástica formal, sin excluir una censura latae sententiae oculta, no debe leerse como una legitimación implícita del trastocamiento, sino como una confirmación tácita de que la titularidad del Gran Ducado no se había extinguido, sino que proseguía legítimamente en la persona de S.A.R. Giuseppe de’ Medici de Toscana de Ottajano, agnado colateral más próximo de Cosme I, quien asumió públicamente para sí y para sus herederos el título de “Gran Duque y Príncipe Titular de Toscana”, en perfecta coherencia con lo previsto por la Bula pontificia y por el derecho dinástico de la Casa Medici.
Esta asunción no fue jamás impugnada ni censurada por la Santa Sede, y tal silencio adquiere valor jurídico e histórico relevante, configurándose como prueba implícita de legitimidad canónica y dinástica. Si tal acto hubiese sido contrario a la voluntad del Pontífice o considerado ilegítimo, la praxis eclesiástica de la época habría previsto la adopción de medidas disciplinarias, condenas o declaraciones de nulidad —como puntualmente ocurrió en otros contextos de auto-investidura o usurpación indebida—. En el caso de Giuseppe de’ Medici, nada de ello ocurrió.
Por el contrario, la dignidad granducal, transmitida ininterrumpidamente a través de la línea medicea de Ottajano, ha mantenido a lo largo de los siglos su fundamento y su legitimidad, llegando hasta nuestros días en la persona de S.A.R. Ottaviano de’ Medici de Toscana, quien no asume el título por iniciativa personal, sino que lo hereda iure canonico et successorio, como descendiente directo por línea agnaticia del Príncipe Giuseppe, reconocido ya entonces como sucesor legítimo de la dinastía investida por la Sede Apostólica.

Por tanto, la falta de una excomunión formalmente emitida, unida a la asunción legítima del título por parte de Giuseppe de’ Medici y a la continuidad histórica, jurídica y espiritual del título granducal hasta hoy, representan una prueba clara y coherente de la validez canónica y de la legitimidad dinástica de la titularidad medicea sobre el Gran Ducado de Toscana.
La Bula de Pío V de 1569 no fue, en efecto, nunca formalmente abrogada y es, por tanto, aún hoy, jurídica y moralmente vinculante. Su omisión durante las negociaciones sobre la sucesión toscana señaló una grave laguna que permitió eludir un acto solemne de la Iglesia. Si esta se hubiese invocado, la historia de Toscana y de Europa podría haber asumido un rostro muy distinto.
TEXTO ITALIANO DE LA BULA PONTIFICIA DE INVESTIDURA GRANDUCAL A COSME PRIMERO DE’ MEDICI
PIO V, Obispo, siervo de los siervos de Dios, a perpetua memoria del hecho. El Sumo Pontífice, puesto por el Señor en el trono elevado de la Iglesia militante, sobre los pueblos y los reinos, según lo dispuesto, tras haber examinado con el incesante acumen de su espíritu las provincias del mundo cristiano, y con prudente circunspección valorado a hombres ilustres y príncipes que parecen haberse señalado por méritos hacia la Santa Sede Apostólica y la fe católica, suele con singular clemencia de su benignidad, en cuanto le es concedido desde lo alto, promoverlos, adornarlos con insignes distinciones y espléndidos títulos de honor, e ilustrarlos; así como disponer según lo que juzgue provechoso en Dios, ponderando las circunstancias de tiempos, lugares y personas. En verdad, mientras en estos días harto luctuosos para nosotros, agitados por tempestades, nuestro ánimo se hallaba profundamente turbado y afligido por cuántos y cuáles errores perniciosos y pestíferos herejes surgiesen cada día por todas partes, y por cómo semillas funestas y destructoras, sembradas por hombres perdidos y desviados de la fe católica, se difundiesen doquier y se propagasen en toda dirección —examinando cada parte de Italia— la provincia de Etruria, célebre entre los antiguos por su decoro de nobleza y por su antigüedad, se nos apareció de manera particular. Esta provincia, cuya mayor parte nos está sujeta a nosotros y a la misma Sede Apostólica, y linda por casi todos los lados con nuestra jurisdicción eclesiástica, y a ella está unida, es objeto de nuestra particular atención. En efecto, gracias en primer lugar a la gracia de la divina bondad, luego a nuestra solicitud y vigilancia, y finalmente por la virtud, el consejo y la diligencia de su excelentísimo y religiosísimo príncipe, ha sido mantenida íntegra e inmune de similares perniciosas infecciones y contaminaciones. A ello se añade un hecho que nos mueve de modo particular: la Sede Apostólica, tanto por la vecindad de la región como por su favorable posición, ha recibido a menudo gratos servicios, ayudas, e incluso ventajas proporcionadas por los etruscos a lo largo de muchos siglos pasados; tanto que nuestros predecesores Pontífices —en particular Sixto IV, Inocencio III, Clemente VII, Gregorio X, Benedicto XI, Martín V y León X— lo han atestiguado claramente, hasta el punto de que la misma provincia, junto con sus gobernantes y magistrados, por la particular devoción y observancia hacia la Iglesia Romana, han sido considerados dignos de ser honrados y decorados con gracias, honores y privilegios de derecho, en espíritu paterno. Considerando con debida reflexión estas circunstancias, y observando en particular que nuestro dilecto hijo, el hombre noble Cosme de’ Medici, Duque de la República Florentina, muestra cada día más un esplendor ejemplar de virtudes, un ardiente celo por el culto de la religión católica, y un excelente empeño en la administración de la justicia —empeño que no ha abandonado jamás desde que comenzó a gobernar— y que en toda ocasión ha demostrado prontitud y ánimo bien dispuesto hacia nosotros, nuestros predecesores y la Sede Apostólica… Puesto que él (Cosme de’ Medici) nos ha honrado desde el inicio de nuestro pontificado con la debida reverencia y respeto, nos ha obedecido con filial acatamiento a nuestras órdenes, se ha comportado de modo muy respetuoso hacia nuestras justas solicitudes, nos ha ayudado prontamente con dinero, infantería y caballería cuando le hemos pedido auxilio, especialmente para socorrer a nuestro carísimo hijo en Cristo, Carlos, Cristianísimo Rey de Francia, contra sus rebeldes y herejes, llegando incluso, a nuestro aliento, a prestarle cien mil escudos de oro además de otras ayudas. Puesto que promete aún mayores empeños, si fuere necesario, para la defensa y crecimiento de la fe católica; puesto que, en los años pasados, para la exaltación y propagación de la fe, ha instituido la milicia de San Esteban, la ha dotado de bienes y la ha promovido; puesto que, por el inescrutable juicio de Dios, gobierna felizmente y con autoridad suprema la ciudad de Florencia y toda la provincia de Etruria, a la que ha sido llamado; puesto que administra admirablemente el principado que le ha sido conferido, y lo conserva con incomparable prudencia y sabiduría en la amabilidad de la paz y de la justicia desde su juventud; puesto que se distingue tanto por tierra como por mar; puesto que es fiero enemigo de piratas, criminales, asesinos, perturbadores de la quietud pública, y también de nuestros rebeldes y de los de la Santa Sede, de los enemigos y adversarios, y severo vengador de los delitos y de los culpables; puesto que goza de la bendición de Dios con un pueblo numeroso y fiel, abundantes rentas y provechos, y amplios ingresos; puesto que dispone de un poderoso ejército de infantería y caballería listo para cualquier necesidad; puesto que posee numerosas ciudades florecientes, algunas de las cuales sedes de iglesias catedrales y metropolitanas, universidades para los estudios generales, puertos fortificados, fortalezas muy seguras, lugares bien protegidos y una flota de trirremes preparada y armada tanto para la protección del mar Tirreno como de nuestras costas marítimas; puesto que, finalmente, prospera, sostenido por una continua bendición de vida feliz, abundancia de bienes, amplitud de dominio, fertilidad de los lugares, potencia militar y gloria de un pueblo muy ilustre y riquísimo; puesto que afirma y profesa que todos estos bienes recibidos por inmensa benignidad de Dios omnipotente serán siempre puestos al servicio de la gloria y del honor divino; puesto que, por derecho de dominio libre y directo, no está sujeto a nadie, y por tanto, según la distinción de nuestro predecesor Pelagio de piadosa memoria, debe ser considerado y tenido con justicia como Rey y Gran Duque y Príncipe, y debe ser realmente contado entre los otros Grandes Duques y Príncipes; Nosotros, por tanto, movidos por tantas y tan justas razones, y por clarísimos motivos de mérito y servicio por parte del mismo Duque Cosme hacia nosotros y hacia esta Sede, y confiando firmemente en que él y sus sucesores se mostrarán agradecidos por el beneficio recibido y seguirán mostrándose devotos, fieles y respetuosos hacia nosotros y hacia los futuros Sumos Pontífices, considerando además, lo cual tiene para nosotros gran importancia, que dicho Duque Cosme, y su primogénito, el noble joven Francisco, están ligados por estrecho parentesco, sangre y afinidad con nuestro carísimo hijo en Cristo, Maximiliano, Emperador electo, y con los más grandes Reyes del nombre cristiano, y que descienden de la nobilísima estirpe Medicea, ya adornada con muchos honores y títulos, de la que han salido tantos ilustres personajes, y hasta tres Sumos Pontífices: Por tanto, queriendo mostrar a dicho Duque Cosme un favor especial y gracia paterna, lo declaramos solemnemente absuelto de toda excomunión, suspensión, entredicho u otra censura eclesiástica, pena o condena, por cualquier título impuesta, sea de derecho o por personas, y por cualquier motivo, en la medida necesaria para la eficacia del presente acto. Con nuestra autoridad apostólica, motu proprio, no por instancia del Duque ni de otros, sino por nuestra cierta ciencia, madura deliberación y pura liberalidad, con base en la plenitud del poder apostólico que nos compete y siguiendo el ejemplo de nuestros predecesores, como Alejandro III, Inocencio III, Pablo III y otros Sumos Pontífices que han conferido títulos reales o ducales a varios príncipes (como el rey de Portugal, de Bulgaria, de Blachia, de Irlanda, y el Duque de Bohemia con título de Rey), creamos, constituimos, proclamamos y declaramos a Cosme Duque y a sus sucesores Duques existentes siempre como Grandes Duques y Príncipes de la provincia de Etruria, sujeta en su mayor parte a su autoridad, con el título de “Gran Duque de Toscana”. Los elevamos y ampliamos con este título de Grandes Duques de Etruria, y ordenamos que sean llamados, nombrados, considerados y tratados por todos como Grandes Duques y Príncipes de dicha Etruria, y que gocen de todos los privilegios, honores, inmunidades y prerrogativas de que gozan otros Grandes Duques, Príncipes y Señores independientes y soberanos, tanto en general como en particular, en cualquier lugar, ceremonia, celebración, procesión, incluso en nuestra corte vaticana, y dondequiera en el mundo. Aunque estén presentes otros Duques y Príncipes, ellos (Cosme y sus sucesores) deben ser tratados del mismo modo, sin diferencia alguna, y disfrutar de todos los derechos, prerrogativas y honores pertenecientes a quien ejerce una autoridad plena, libre y soberana. Queriendo dar un testimonio claro y una señal de nuestra benevolencia hacia dicho Cosme, Gran Duque, y manifestar de modo cierto nuestro afecto, teniéndolo por dignísimo de recibir las más altas gracias y los más amplios favores, establecemos, según el principio ya afirmado por nuestro predecesor el Papa Clemente III, que cuanto mayor sea el honor visible, tanto mayor debe aparecer la dignidad, y por este motivo concedemos que el susodicho Cosme, Gran Duque, y sus sucesores, puedan llevar, usar, representar y hacer grabar libre y legítimamente una corona real —como hemos ordenado que se represente más abajo— encima de sus insignias gentilicias, para hacer más ilustre, noble y ornada su persona. Conferimos, honramos y adornamos a él y a sus sucesores con tal distinción, por nuestro motu proprio, cierta ciencia, y con plenitud de potestad apostólica, como si esta concesión hubiese sido hecha en consistorio con el consentimiento de nuestros hermanos cardenales y leída en nuestro consistorio secreto. Declaramos que estas letras no podrán jamás ser consideradas nulas o impugnadas por causa alguna, aun si fuese justa, urgente o razonable, ni por supuestos defectos de surrepticio u obrepción (esto es, vicios formales o materiales), falta de intención o por cualquier otro motivo, siquiera el más leve. Deben ser válidas y eficaces en perpetuo, y deben producir plenos, totales y perfectos efectos en todo y por todo, como si hubiesen sido emitidas con todos los procedimientos formales previstos por el consistorio, y deben ser así entendidas e interpretadas por cualquier juez, incluso imperial, real, ducal o de otra excelencia o dignidad, así como por todo comisario de cualquier autoridad, por nuestros oyentes del Sacro Palacio Apostólico, y por los Cardenales de la Santa Iglesia Romana. A todos ellos, y a cada uno, revocamos toda facultad y autoridad de juzgar, sentenciar, decidir o interpretar de modo diverso, y declaramos irritante y nulo cualquier intento hecho en sentido contrario por quienquiera, con cualquier autoridad, ya lo haga a sabiendas o por ignorancia. No obstan a lo aquí establecido:
• Constituciones y ordenanzas apostólicas,
• Estatutos o costumbres de provincias, ciudades o lugares incluso confirmados por juramento, aprobación apostólica u otros medios de confirmación,
• Privilegios, indultos, letras apostólicas ya concedidas también a Duques u otras personas que hayan recibido de la Sede Apostólica concesión de gozar de privilegios similares a los de los Grandes Duques o como si ya lo fueran en todo o en parte.
A todo ello derogamos expresa y totalmente solo para el presente caso, y consideramos aquí suficiente la referencia general a estos textos, incluso sin tener que hacer mención específica, palabra por palabra. Todo cuanto eventualmente sea contrario a esto queda explícitamente revocado. Permanece, no obstante, a salvo la jurisdicción, autoridad y potestad de nuestra Sede Apostólica, y de los Reyes y de los Emperadores, sobre los territorios o ciudades de la provincia de Etruria que no pertenecen al dominio del dicho Cosme, Gran Duque, ni le están de ningún modo sujetos u obedientes. Ningún perjuicio deberá causarse a ciudades, tierras o lugares de Etruria que no formen parte de sus dominios. Por consiguiente, nadie, en modo alguno, tenga permiso para violar este nuestro acto de absolución, creación, constitución, proclamación, declaración, ampliación, voluntad, precepto, mandato, decoración, ornamento, investidura y derogación —ni ose temerariamente oponerse a él—. Quienquiera intente esto, sepa que incurre en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo. Dado en Roma, junto a San Pedro, en el año de la Encarnación del Señor 1569, el sexto día antes de las Calendas de septiembre (27 de agosto), en el cuarto año de nuestro pontificado.
[Firmado por:] Ca. Glorierius en el cual [se contiene] providencia de pena o de excomunión
LA BULA DE PÍO V Y SU VIGENCIA PERDURABLE
Un elemento demasiado a menudo olvidado, pero decisivo para comprender la vicisitud de la sucesión toscana, es la Bula solemne del Papa Pío V de 1569, con la cual se reconocía a Cosme I de’ Medici y a sus descendientes el título granducal. La Bula no se limitaba a conferir un título: vinculaba, con la fuerza de un anatema, a quienquiera que intentase violarla, declarando que tal acto atraería sobre sí «la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo».
Conforme al derecho canónico todavía vigente, los actos papales de este género tienen naturaleza perpetua e irrevocable, salvo abrogación explícita por parte de otro Pontífice. El Código de Derecho Canónico de 1983, en el canon 333 §3, establece claramente que «Contra los juicios o decretos del Romano Pontífice no se admite recurso ni apelación». Se sigue que un acto pontificio emanado motu proprio con la plena potestad apostólica —como precisamente la Bula de 1569— mantiene su validez para siempre y no puede ser desaplicado por autoridad inferior alguna, ni laica ni eclesiástica.
La violación o manipulación de tal Bula no es, pues, solo un acto histórico de infidelidad política, sino que constituye también, en el plano eclesiástico, un acto sacrílego. El derecho canónico prevé penas severas para quien niegue u obstaculice los derechos derivados de semejantes actos pontificios: desde el entredicho hasta la excomunión latae sententiae (automática), en los casos más graves de rebelión o desobediencia pública. Aún más pesadas serían las consecuencias si tal acto fuese cometido por clérigos, obispos o cardenales, quienes, por su condición, incurren en responsabilidades aún más graves ante la Iglesia.
Hoy, la cláusula del anatema no implica ya necesariamente una excomunión inmediata, pero conserva su valor moral y jurídico: la ofensa pública contra un acto de este rango sigue siendo un pecado grave y un signo de abierta rebelión contra la autoridad del Papa.
Por estas razones, debe concluirse que quienquiera ose contradecir o ignorar la Bula granducal de Pío V no puede de ningún modo considerar legítima su posición. Tal comportamiento significaría violar un acto solemne de la suprema autoridad de la Iglesia, emanado en perpetuo y protegido por anatema público.

Es, por tanto, un deber moral y jurídico —sobre todo para los Estados católicos y para la propia historiografía que aborda esta vicisitud— reconocer y no contradecir la validez de dicha Bula. No es solo un documento histórico, sino un acto fundacional del orden granducal, parte integrante del patrimonio jurídico y espiritual de la Iglesia y de Europa.
(CONTINUA)



